lunes, 27 de mayo de 2013

El hombre de los cerros en la obra de Alberto Córdoba

RICARDO N ALONSO
DR EN CIENCIAS FEOLOGICAS
UNSA CONICET

Alberto Córdoba fue al decir de los críticos literarios el artífice que incorporó a la literatura nacional una temática virtualmente inédita como era la vida del habitante de los cerros, valles y llanuras del noroeste argentino, la que sólo de manera ocasional y aparente había incitado a uno que otro escritor de costumbres. Esto lo sostienen algunos de sus biógrafos como Walter G. Weyland en su biografía y antología "Alberto Córdoba" (1967) y Carlos Páez de la Torre (La Gaceta, 2011). Lo que es casi desconocido entre sus biógrafos fue la influencia que se ejercieron mutuamente Alberto Córdoba como hombre de letras y nuestro legendario arriero don Antenor Sánchez. Probablemente una relación que llegó a través de Juan Carlos Dávalos y su inmortal cuento “Viento Blanco”. Alberto Córdoba nació circunstancialmente en Buenos Aires el 17 de julio de 1891.

Circunstancialmente porque su padre Nolasco Córdoba era tucumano y además hermano de Lucas Córdoba que fuera un célebre gobernador de la provincia de Tucumán. Lo cierto es que Alberto vino a su provincia paterna y allí estudió la escuela primaria y secundaria en los colegios Sagrado Corazón y Nacional, donde fue discípulo de Ricardo Jaimes Freyre y de donde egresó como bachiller. Siguiendo los mandatos de la época a los 20 años de edad partió a estudiar Derecho a Buenos Aires, pero nunca se recibió. Entró a trabajar en 1913 en el Ministerio de Agricultura de la Nación y más tarde en la Caja de Jubilaciones Ferroviaria donde en los ratos libres daba rienda suelta a su vocación de escritor. De esa primera experiencia salió un trabajo histórico y doctrinario: "La Previsión Social". Mientras duraron sus funciones esto es hasta 1950, trabajó en la preparación de una ley para el Hogar Ferroviario y para la Caja de Maternidad. Su actividad literaria le llevó a escribir cuentos en los diarios La Nación y La Prensa. En 1935 publicó algunos de esos artículos en su libro “Burlas veras”. En 1936 dio a conocer su novela “Don Silenio” y en 1939 editó "Medallones de tierra, leyendas, estampas y cuentos de velorio”. También de 1939 es "La Vidala", un poema legendario de los Valles Calchaquíes en prosa y verso. Sobre esa obra Enrique Mario Casella compondría la ópera homónima, que logró en 1942 el Premio Nacional de Música. En 1941 dio a conocer sus “Cuentos de la Montaña”. En estas novelas y cuentos se reflejan sus vivencias en los Nevados del Aconquija y en los Valles Calchaquíes australes que recorriera a lomo de mula en su juventud tucumana. Allí trabó relación con los hombres de su tierra y recibió de ésta las imágenes y el esplendor vital que campea en sus obras. En 1942 publicó el folleto "Poema semibárbaro de la cosecha y la zafra", donde habla del hombre tucumano de los cañaverales y de los ingenios azucareros. En 1952 publicó su último libro, una novela que lleva el nombre de “La mal hoja”. Cayó enfermo pero siguió escribiendo dos obras más: “Cuentos de la Ciudad” y “Con los ojos abiertos”, esta última una novela que terminó en 1962. Ambas quedaron inéditas. Su obra se completa con la novela “Rumbo al Norte” (1942) donde recorre el paisaje del norte argentino y habla de sus gentes serranas, la vida de los arrieros, la habilidad de los jinetes, los pueblitos de la Quebrada de Humahuaca, las escuelas rancho perdidas en la inmensidad, la vocación de las maestras, el sufrimiento de los niños, el amor de Ceferina y Sarapura los dos personajes centrales de la novela y otros temas que pinta con originalidad y conocimiento. El libro está bellamente ilustrado por el pintor salteño Rafael Usandivaras. Córdoba conoció a Antenor Sánchez a quién acompañó en algunas travesías donde pudo entender al hombre de los arreos y su simbiosis con el caballo. Menciona que “...La noche que lo conocí, habló de sus viajes y de su vida, poniendo de relieve excelentes condiciones de narrador y vasto caudal de cultura vernácula. Lentamente llevó mi atención por todos los caminos de la cordillera argentina, chilena, boliviana y peruana; por sus rancheríos, aldeas y pueblos; por sus costumbres, supersticiones y creencias; y por sus danzas y cantares...”. Fue autor del prólogo al libro de Antenor (Sánchez, J.A., 1956. Apuntalando la tradición: Amanse y arreglo de potros y mulas. 134 p., Imprenta y librería San Martín, Salta). Así escribe Córdoba: “Puna de Atacama, picachos de Aguilar y Chañi, de Laguna Blanca, de Inca-Huasi, de Aconquija y Calchaquí y de tantos otros que besan nuestro suelo norteño y que forman el zócalo azul del paisaje, con su valles fértiles y sus vertientes rumoreantes; con sus lagos y lagunas que espejan nubes fugaces y crestas nevadas; con sus ríos torrentosos, que son eternidad que se derrumba en precipitada juventud; con sus selvas añosas, enmarañadas y exuberantes; con su montañas polícromas, donde, de tanto en tanto, se levantan los brazos de los cardones como una rústica imploración; con el silencio de sus piedras animado de grafías esotéricas; con sus quebradas, desfiladeros, cuchillones y laderas rayadas por una red de sendas y caminos, entretejida por almas heroicas y pretéritas, que aún alientan sus inquietudes, en el temblor de una superstición, en el misterio de una leyenda, en la importancia de sus dioses caducos y en los sones solemnes o pícaros de sus danzas y cantares, que perduran enredados en la belleza panorámica...”. Este texto representa una exquisita síntesis de la geografía del Norte Argentino. Sostiene que el cóndor, negro como la montaña de noche, semeja un pedazo de ella que se anima y sube más. Comparó a don Antenor ya vencido por la edad, aunque de recia figura de bronce, con el cóndor, un animal sin debilidades y mucho amor propio: “...cuando se siente morir, huye de su nido y busca la soledad, porque se avergenza de abrir sus alas abatidas sobre la costra de la tierra y frente a los suyos...”. Si bien Córdoba pasó gran parte de su vida en Buenos Aires, conservó indemne el calor de su patria chica. Pronto a morir les pidió a sus amigos que lo envolviesen en una manta de vicuña que había usado toda su vida para que lo acompañara a la tumba y también que en el momento en que su cuerpo fuera retirado de la residencia se ejecutara la “Zamba de Vargas”, una pieza tradicional del folclore norteño. Falleció a los 73 años de edad un 17 de agosto de 1964. Sus restos fueron inhumados en el cementerio de Olivos (Buenos Aires) habiendo sido despedido por el entonces presidente de la Sociedad Argentina de Autores, Walter Guido Weyland.
               

No hay comentarios: