Antonio Casado
AL GRANO EL CONFIDENCIAL
Por responsabilidad institucional, el presidente del Gobierno puede sentirse en la obligación de impedir la inestabilidad política en Cataluña si se cierran todos los caminos en materia de pactos. No hace falta que se lo pidan al PP en ronda de conversaciones del ganador con sus eventuales costaleros parlamentarios. Ni que Rajoy lo ofrezca en conversación telefónica como la mantenida ayer con el presidente de la Generalitat en funciones, Artur Mas. Nadie imagina un apoyo del PP mediante mecanismos habituales de coalición o pacto de Legislatura. Bastaría con la renuncia unilateral a desestabilizar al Govern si CiU aparcase su plan secesionista. Todo ello, se entiende, en caso de que Mas llegue a formar Gobierno sin haberse apareado con nadie. Se trataría de impedir que otros lo derribaran. Sería suficiente con la abstención en votaciones decisivas. A saber: investidura, presupuestos y moción de censura.
Aparte de CiU, la ganadora de las elecciones, nadie más parece interesado en la gobernabilidad y el saneamiento económico de Cataluña con una excepción: el Gobierno de la Nación. A Moncloa le viene bien este aliado decisivo en la batalla contra el déficit público y Mas necesita la ayuda del Estado para pagar las nóminas y evitar la bancarrota de la Generalitat.
La risa contenida es inevitable cuando el tipo que iba con paso firme hacia la puerta de cristal recién lavada acabó en el suelo con cara de tonto. Era Artur Mas ese individuo que iba tan sobrado antes de estamparse contra la cristalera y después de advertir que no le detendría la Constitución, ni las leyes, ni los tribunales. Rajoy también habrá celebrado en la intimidad la costalada. En caliente y como una forma de descompresión. Una vez pasadas dos o tres hojas del calendario, toca tomarse el asunto en serio. Lejos de disfrutar con el mal ajeno, el presidente del Gobierno puede permitirse un ejercicio de generosidad con quien le llegó a acusar de usar las cloacas del Estado contra Cataluña.
Por ahí va lo que un portavoz de Moncloa calificaba ayer de “un importante gesto institucional”. Se refiere a la llamada telefónica de Rajoy, veinticuatro horas después de mostrar públicamente su “disposición total y absoluta” a colaborar con el nuevo Gobierno de esta comunidad autónoma para luchar juntos contra la crisis económica, lo cual no será posible con inestabilidad, inseguridad y desencuentros entre los partidos catalanes.
Es el dilema de Mas: gobernabilidad o caos. Podemos añadir como alternativa su propia espantada política, que seguiría formando parte del caos. Por lo visto y oído hasta ahora, ninguna de las otras dos fuerzas políticas capaces de completar matemáticamente una cómoda mayoría parlamentaria acaba de comprometerse. ERC comparte con CiU la propuesta secesionista pero rechaza su política económico-social, lo cual se traduce en la absurda propuesta de no dejar caer al Gobierno de Mas pero siendo el principal partido de la oposición ¿Y el PSC? Ni soñarlo: también tiene el corazón en la izquierda a la hora de los recortes. Y, sobre todo, está demasiado ocupado en curar sus propios males, agravados con las sospechas de corrupción municipal que alcanzan al número dos del partido, Daniel Fernández.
Aparte de CiU, la ganadora de las elecciones, nadie más parece interesado en garantizar la gobernabilidad y el saneamiento económico de Cataluña. Con una excepción: el Gobierno de la Nación. No descartemos que el PP eche una mano si se cerrasen los otros caminos. Por mandato y delegación del Gobierno central, que es de su mismo partido. No hace falta que Mas se lo pida a Alicia Sánchez Camacho. No lo hizo en su conversación de ayer con Rajoy ni piensa hacerlo. Pero no podría impedir una eventual renuncia de 19 diputados a desestabilizarle. Con una sola condición: que CiU aparcase su desafío secesionista. A Moncloa le viene bien este aliado decisivo en la batalla contra el déficit público y Mas necesita la ayuda del Estado para pagar las nóminas y evitar la bancarrota de la Generalitat.
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