Antonio Casado
AL GRANO
diario EL CONFIDENCIAL
Hemos de seguir esperando una explicación convincente para entender cómo y por qué José María Aznar, el entonces presidente del Gobierno (2003), llegó a la conclusión de que España debía secundar la aventura bélica de George Bush en la Mesopotamia de Sadam Husein. Tuve ocasión de preguntárselo en el programa de Carlos Herrera (Onda Cero) y dijo que mi curiosidad quedará saciada, “con alguna que otra sorpresa”, pero en la segunda entrega de sus memorias.
De momento se limita a hablar de su libro (Umbral, en el recuerdo), donde aparecen otros episodios no menos interesantes de su paso por la gloria política, como la reconstrucción de una fuerza política poderosa o la autolimitación de su mandato. Uno de los más celebrados ha vuelto a ser el de la margarita del sucesor, que deshojó entre Rato y Rajoy como en su día don Manuel Fraga la deshojara entre Aznar e Isabel Tocino (aquella excursión a Perbes de Rato, Trillo, Lucas y Cascos en el verano de 1989).
Ha ganado con el paso del tiempo. Muy alejado de aquel Aznar que acusaba a los discrepantes de ladrar su rencor por las esquinas. Y de aquel Aznar empeñado en hacernos creer que a los autores intelectuales del 11-M no había que buscarlos en lejanas montañas ni remotos desiertos porque habitaban entre nosotros
Ni media palabra del dilema de don Manuel, claro. Lógico. La memoria es selectiva y los libros de memorias, más todavía. “Ya que lo haces, dedícate a embellecer tus logros”, comentó Herrera sin mirar a nadie. Pero a uno le queda la duda de si era o no necesario recordar urbi et orbi que Mariano Rajoy fue plato de segunda mesa por el doble rechazo de Rodrigo Rato a figurar en la primera página del cuaderno azul de Aznar. Se admiten apuestas, que vienen compensadas por la declaración pública de lealtad al actual presidente del Gobierno. Lo que comenta en privado ya es harina de otro costal.
Ha ganado con el paso del tiempo. Más interesante y más didáctico en sus exposiciones motivadas. Muy alejado de aquel Aznar que acusaba a los discrepantes de ladrar su rencor por las esquinas. Y de aquel Aznar empeñado más allá de lo razonable en hacernos creer que a los autores intelectuales del 11-M no había que buscarlos en lejanas montañas ni remotos desiertos porque habitaban entre nosotros.
Parece haber desistido ya en su papel de cascarrabias oficial del reino, cuando mostraba la cara autoritaria y prepotente del poder. Al menos ahora no habla mal de nadie. Salvo algún pellizco de monja (justo, si las cosas fueron como las contó ayer) como el que le dedicó durante la entrevista en la radio el entonces ministro del Interior, Juan Alberto Belloch, que no conoció o no reconoció en ningún momento la existencia de un riesgo cierto de atentado contra el líder del PP en la primavera de 1995, a pesar de que Aznar había sido prevenido por otras vías.
Algo más que pellizcos de monja fueron las pedradas dialécticas contra los nacionalistas. Con toda razón, aunque también vive en las memorias el recuerdo de sus pactos con los nacionalistas catalanes y vascos en 1996. Por cierto, generosamente retribuidos por el electorado en las urnas del año 2000, el de la barrida del PP. Eran otros tiempos. Ahora les pone como ejemplo de malos gobernantes. Ayer fue más allá, al calificar de “actitudes golpistas” aquellas que se pasan por el arco del triunfo la ley y los tribunales, en implícita alusión a Artur Mas. De acuerdo.
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