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Somos miles y miles los barcelonistas de dentro y fuera de Cataluña quereprobamos la utilización del Barça como cabalgadura en la persecución de quimeras. Con sobrado conocimiento de causa, por razones familiares, entre otras, amo a Cataluña, a su lengua y a sus gentes. Pero no me trago ruedas de molino como galletas del desayuno. Convertir un partido de fútbol en un acto de reafirmación nacionalista es confundir churras con merinas, cuanto menos.
La imagen del domingo independentista en el Camp Nou, unívoca y totalizante,no se corresponde en absoluto con la pluralidad política de la ciudadanía catalana. Fue lo más parecido al café para todos tan malmirado por los “defensors de la terra”. Una imagen prefabricada en los despachos del nacionalismo a mayor gloria de la estrategia electoral de Artur Mas, presidente de la Generalitat y líder de Convergencia i Unió, en una bien calculada operación de marketing. Nunca hubiera sido posible sin el consentimiento y la adhesión de Sandro Rosell, el mismo que alcanzó la presidencia del club (junio 2010) bajo la promesa de ser “presidente de todos” en un Barça “abierto a los barcelonistas de fuera de Cataluña”. Mentía como un bellaco.


Hay quien ha ido más allá al comparar esta imagen totalizadora de un espectáculo político-deportivo con la sesión inaugural de los Juegos Olímpicos de Berlín (1936), donde asistentes y participantes hacen el saludo nazi. Y muchos se han rasgado las vestiduras por el símil. Hombre, como consideración estética la analogía no está mal traída. Insisto en el acierto de la analogía solo a efectos de imagen visual. Si aún así se detecta la denuncia encubierta de supuestas intenciones totalitarias en los autores intelectuales del domingo independentista en Can Barça, pues qué le vamos a hacer. El que se pica, ajos come, que dicen en mi tierra.
Naturalmente que los triunfos deportivos también se utilizan como despertadores del orgullo nacional. Ahí está el caso de la selección española de fútbol y el espontáneo uso de banderas nacionales en nuestros partidos internacionales, que algunos han visto incluso como un estabilizador social en medio de las penurias económicas que agobian al país. Pero eso no tiene nada que ver con la uniformidad decretada a la entrada de un estadio de fútbol (reparto de láminas rojas o amarillas, según la posición a ocupar en las gradas) a fin de convertir un partido en rampa de lanzamiento de una quimera política.
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