jueves, 4 de abril de 2013

La imputación de la Infanta, un síntoma de salud democrática

Antonio Casado
AL GRANO
EL CONFIDENCIAL.COM
Hace algo más de un año, según dejó escrito en uno de sus autos, el juez instructor del caso Noós no encontraba indicios racionales suficientes para imputar a la infanta Cristina. Desde entonces han pasado muchas cosas, se han aportado nuevas pruebas y el proceso indagatorio no deja de avanzar. Los correos de Diego Torres, el resto de los indicios y el sentido común han inclinado la voluntad del juez Castro hacia la imputación de la esposa de Urdangarin como la medida de oficio que más se compadece con el principio de legalidad.

No lo ve así el fiscal del caso, que también actúa en defensa de la legalidad pero, a diferencia del juez, está sometido al principio de dependencia jerárquica. Ahí encaja el anuncio de que va a recurrir el auto. Es decir, que la Fiscalía General del Estado, dirigida por Eduardo Torres -Dulce, nombrado por el Gobierno, va camino de convertirse en defensora de la Infanta al desistir de la habitual función acusadora del Ministerio Público.

La discrepancia de base entre el juez y el fiscal sobre un asunto de repercusiones políticas e institucionales anticipa el sesgo del debate: ¿estamos ante un grado más en la preocupación por el futuro de la Monarquía? A mi juicio, no. Más bien al contrario, se está reforzando la necesidad de asegurar el futuro de la  institución mediante una operación de limpieza en términos de transparencia y ejemplaridad. Por tanto, la imputación de una hija del Rey no debe verse como un desperfecto más en la imagen de la Corona, sino como un síntoma de salud democrática a la luz de ese dogma civil que es el principio de igualdad ante la ley.
La imputación conecta con el sentir de la opinión pública, debidamente informada sobre la participación de la infanta Cristina en los negocios de su marido, como colaboradora y beneficiaria. Sin su consentimiento, no se habría podido retraer tanto dinero público hacia sus bolsillos particulares, nos viene a decir el relato del juez. Un trato deferente por su parte habría aumentado la desconfianza de los españoles en la justicia.

En cuanto al futuro de la institución, la Monarquía Parlamentaria, que es el ropaje de nuestro edificio constitucional, está asegurado en las previsiones sucesorias. La garantía es actual y vive en la figura del Príncipe de Asturias, don Felipe de Borbón y Grecia, a años luz de los usos y costumbres que tanto han dañado la imagen de la Familia Real durante estos últimos años. ¿Hasta el punto de poner en peligro la continuidad de la Monarquía? No exageremos. En todo caso, si el deterioro se hiciera insoportable, hay herramientas para evitar ese peligro. Digamos abdicación, renuncia e inhabilitación, en un marco de previsiones sucesorias, que son figuras contempladas en la Constitución, aunque estén sin desarrollar.

Y la mayor exageración de todas es suponer que las amistades peligrosas del Rey, sus supuestas cuentas en Suiza, las trapacerías del yerno o la imputación de la Infanta, van a ser los precursores de un retorno a la dramática controversia entre república y monarquía. Ni siquiera un republicano de toda la vida como el socialista catalán Pere Navarro lo plantea en términos de monarquía o república, sino de Juan Carlos o Felipe. En 1936 apostar por la República, y defenderla, era un imperativo moral, pero a estas alturas del siglo XXI el debate es irrelevante, marginal y, por supuesto, minoritario. ¿Una república con Aznar, Zapatero, González o José Bono de presidentes? Virgencita, que me quede como estoy.

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