RICARDO ALONSO
dr en Ciencias Geologicas
Unsa Conicet
Pocos espectáculos pueden ser más maravillosos y sublimes que
una noche en la Puna. Sobre todo en los días diáfanos en que la atmósfera se
encuentra limpia y transparente. Cuando durante el día las escasas nubes se han
disipado y por la noche el contraste entre la negritud del espacio y el cielo
fulgurante de estrellas marcan una dialéctica de fenómenos lumínicos digna de
contemplar.
Las noches en la Puna, con cielos estrellados, y a cuatro mil
metros sobre el nivel del mar, es parte de un teatro universal que no tiene
valor humano. Es un espectáculo cósmico sideral que se observa de pie o desde
cualquier piedra en la que uno se encuentre sentado. Las estrellas lucen con un
brillo inusitado. La Vía Láctea es un verdadero “río de leche” que cruza el
firmamento. El contraste del fondo negro del espacio vacío magnifica los
fenómenos ópticos.
Cada estrella rutila y el conjunto de luces rutilantes
representa miles de millones de luciérnagas en ese universo estático a nuestros
ojos pero que sabemos se desplaza a velocidades vertiginosas. Basta observar
algunos minutos para ver cómo alguna de esas “estrellas” se descuelga hacia la
tierra dejando una delicada estela luminosa en su caída. Pero no son verdaderas
estrellas las que caen, sino fragmentos de meteoritos que entran en ignición en
la atmósfera y dan lugar a las famosas “estrellas fugaces”.
También se ven puntos luminosos que se desplazan lentamente y
que no son otra cosa que los satélites puestos en órbita por la tecnología
humana. No hay nada más ni hay que esperar nada más. Lamentablemente el
universo aparece vacío para nosotros. No encontramos nada a la vuelta que valga
la pena. Ni un sonido, ni una señal electromagnética, nada, absolutamente nada
que nos habilite a pensar que hay algo más allá; esperándonos. Muchas veces me
he quedado largas horas de vigilia en la Puna más árida y más inhóspita.
Esperando una señal. Algo que me permitiera saber que no todo es vacío y
soledad. Jamás en los más de 30 años que permanecí en la Puna, viviendo allí
por más de cinco años; o visitándola circunstancialmente semana a semana, vi
nada que valiera la pena recordar. Salvo la belleza del espacio misterioso,
profundamente estrellado, en los días limpios y calmos. Recuerdo muy bien el
sonido del viento en el silencio total. Cuando no corre viento, la soledad del
desierto y su negrura nocturna devuelven un silencio que asusta. Es el silencio
por la ausencia de cualquier sonido o perturbación, un silencio casi absoluto
como el que se vive en las profundidades de las minas o en la inmensidad de los
salares que aparecen como espejos de las hadas a la luz de la luna. Otras veces
es el viento el que menea las escasas matas vegetales o chifla entre las
rajaduras de las rocas dando silbidos roncos y guturales que deben encerrar
algún lenguaje oculto.
Cierta vez, siendo yo un joven geólogo de exploración minera
en la Puna, pasé una noche en un viejo cementerio abandonado en el Campamento
Porvenir del salar de Cauchari en Jujuy. La noche profunda y helada invitaba a
la reflexión y junto a un colega nos fuimos a meditar en medio de las tumbas
oscuras de un cementerio abandonado. Don Saturnino Varas, un viejo chileno que
amparaba el lugar, nos preparó esa noche un sabroso estofado de vizcachas de
las peñas con abundante ají y el limón sutil que le proveían los caravaneros
chilenos.
Una damajuana de vino fue insuficiente para calmar nuestra
ansiedad existencial. Sentados sobre las tumbas derruidas que contenían los
huesos de los mineros que explotaron ese lugar un siglo atrás, empezamos a
filosofar sobre la vida y la muerte; sobre la noche y el cosmos; sobre el ser y
el no ser; en fin sobre todo lo existencial que se nos ocurría cuando ya había
pasado largamente la medianoche y todavía seguíamos apostados en el ruinoso
cementerio.
La imagen más fuerte que me quedó es el soplar del viento y
el ruido de las resecas guirnaldas multicolores y de papel crepé que estaban
colgadas en las también resecas cruces de madera con los nombres de seres que
imaginábamos pero que no habíamos conocido por no haberse cruzado nunca en
nuestras coordenadas espacio-temporales. Fueron muchos años de ver el cielo
estrellado y por costumbrismo no apreciarlo. Por haberse vuelto común.
Hoy lo extraño y extraño también cuando nos levantábamos al
turno a altas horas de la noche con temperaturas que tocaban el fondo bajo cero
del termómetro y congelaban el aire logrando que la escarcha se convirtiera en
cuchillos de hielo plateados a la luz de la luna; pero donde la vista al cielo
era la contemplación del cuadro más sublime que haya pintando pintor alguno.
Recuerdo también esas noches en que nevaba copiosamente y el viento blanco y
las descargas de la atmósfera cargaban eléctricamente el lugar y la nieve se
volvía fluorescente a la luz de nuestro vehículo que intentaba avanzar en el
medio de la nada. Nosotros con la calefacción prendida tiritábamos de frío
dentro del vehículo y castañeábamos los dientes. Yo sólo pensaba en la fuerza
de la vida en su adaptación a las inclemencias del tiempo.
Y cómo esos animales pueden soportar tremendas temperaturas
bajo cero aprovechando sus pelajes y algunas salientes en las rocas o cuevas
que les servían de refugio. Recuerdo también el trasfondo del campamento minero
donde por la noche, cuando salíamos a tomar aire fresco, de golpe veíamos
pequeños óvalos pares que fulguraban con un ámbar rojizo y no eran otra cosa
que los ojos de los zorros que venían a aprovecharse de los restos de comida.
Hermosos zorros, con unas pieles que serían el sueño de cualquier dama de
sociedad y que por suerte las leyes ambientales han salvado de la extinción.
Las que no se salvaron fueron las bellas chinchillas reales
que terminaron siendo valiosos tapados femeninos y hoy están completamente
extinguidas. El volcán Ratones toma precisamente su nombre de esos hermosos
roedores. Ir a la Puna y pernoctar allí un par de días, salir de noche y
emborracharse del cielo de luz brillante de miles de millones de estrellas
rutilantes, estrellas que están vivas antes nuestros ojos pero que han muerto
hace millones o miles de millones de años, es una experiencia surrealista que
los salteños y jujeños deberían aprovechar.
Contemplamos un cielo fósil, un cielo que fue y que ya no es,
un cielo que fluye como quería Heráclito. Es el mayor espectáculo del cosmos y
la naturaleza. Sé de extranjeros que pagarían fortunas para hacer ese tour
único y singular. Para nosotros es una simple escapada. Los invito a vivir una
experiencia fascinante con entrada libre y gratuita.
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