lunes, 23 de enero de 2012

Grandes fortunas por hallazgos mineros

PUNTO DE VISTA



lunes 23 de enero de 2012 Opinión

RICARDO ALONSO, DOCTOR EN CIENCIAS GEOLOGICAS (UNSA-CONICET)


Hay toda clase de historias, cuentos y leyendas en torno del descubrimiento fortuito de minas y grandes fortunas.

El Valle de la Muerte se transformó en pocos años en el principal yacimiento de boratos del mundo.

“­Ojalá que no sea plata!”, gritó Patiño, cuando la barreta golpeó la dura veta en el fondo del socavón La Salvadora, con tan buena suerte que era estaño y en esos momentos previos a la Primera Guerra Mundial, el precio de dicho metal estaba por las nubes y en cambio la famosa plata boliviana, que había dado a España inmensas fortunas, ya era historia.

Uno de los usos del estaño era, precisamente, para estañar las latas de conservas de alimentos y en tiempos de guerra, las tropas con alimentos avanzaban y las que no los tenían se frenaban.

Simón Patiño se convirtió en uno de los hombres más ricos del planeta a principios del siglo XX, logró monopolizar el estaño en todo el mundo, además de los sistemas de transportes, las refinerías metalúrgicas en Inglaterra y otros circuitos de la producción y la comercialización.




Casó a sus dos hijos con condes y condesas europeas para obtener esos títulos de nobleza y se fue a vivir en una espectacular mansión, a orillas de un lago suizo.

A su mujer, Albina, una humilde campesina boliviana que lo había ayudado en sus esfuerzos, agotando los ahorros familiares y vendiendo hasta sus últimos aritos y anillos de oro para comprar explosivos y herramientas, le regaló el mayor diamante del mundo que estaba en venta en aquel entonces.

La extraordinaria fortuna lograda por Patiño, que llegó a ser conocido como “el rey del estaño”, llevó a que se hablara de un trato con el diablo, al cual habría vendido en vida su alma, a cambio de encontrar la veta que lo haría millonario.

Augusto Céspedes escribió precisamente “El metal del Diablo” para biografiar a ese otro Patiño, el de los negocios con el averno, y no al enorme visionario que por mérito propio y desde un rincón de Oruro había llegado a tutearse con reyes y otros grandes de Europa.

Existen toda clase de historias, cuentos, fábulas y leyendas en torno del descubrimiento fortuito de minas y la adquisición de grandes fortunas a partir de ellas.

Se cuenta, por ejemplo, que dos obreros que trabajaban en las obras del Ferrocarril de Ontario del Norte discutieron feamente y uno de ellos trató de zanjar la cuestión, agrediendo al otro con un filoso pico.

Por suerte el golpe fue esquivado y el acero fue a dar contra una peña que emitió un característico sonido metálico y dejó una huella reluciente en el punto del impacto. Atraídos por la sorpresa, olvidaron el entredicho y empezaron a hurgar la peña comprobando que se trataba de una rica veta de sulfuros de plata y de plata nativa.

Pronto creció un importante pueblo alrededor, que pasó a llamarse Silvertown (Pueblo de la Plata), y muy poco tiempo después también se lo conoció como Cobalto, al haberse encontrado allí importantes cantidades de este valioso metal, así como también níquel.

Escasa población

En 1903 cuando se realizó el fortuito descubrimiento, la zona estaba habitada por pocas personas y unas casuchas miserables. Años más tarde, Cobalto o Silvertown contaba con decenas de minas abiertas, el pueblo había crecido grandemente y para 1907, ya había producido más de ocho millones de francos.

Aquellos contendientes que casi se matan a picazos dejaron de ser unos pobres obreros ferroviarios de pala y pico para convertirse en mineros multimillonarios. No menos casual fue el hallazgo de la mina de estaño de Haemskirk, en Tasmania.

William Mayne vivía por allí con su mujer, dedicados ambos a la industria quesera artesanal. Todas las mañanas las vacas eran sacadas de los corrales y echadas al campo, para alimentarse de los pastos naturales.

Cierto día, una de las vacas se encaprichó en entrar al huerto de los frutales, haciendo infructuosos los esfuerzos de la mujer por sacarla. Cansada de tanto lidiar con el testarudo animal, decidió agarrar una piedra para arrojársela y grande fue su sorpresa al comprobar el elevado peso de la roca.

Era casiterita (óxido de estaño) pura. Los Mayne vendieron la mina y la quesería y se fueron a vivir como reyes a una ciudad vecina. También se cuenta el caso de un marinero, de profesión fogonero, que abandonó ese oficio para trabajar en las minas de Granity Creek, en Nueva Zelanda.

Uno de sus días de descanso partió al campo con la idea de dar un paseo y al ver una paloma torcaza, levantó una piedra con el objeto de cazarla.

Le llamó la atención el peso de la piedra y cuando la analizó vio que tenía unas chispas amarillas, brillantes, que resultaron ser oro nativo visible. Winter denunció el lugar como hallazgo minero y poco después lo vendió en dos millones de francos.

En la segunda mitad del siglo XIX, Aarón Winters y su esposa Rosa se dedicaban a buscar oro en el interior de California. Sus correrías los llevaron hasta el famoso Valle de la Muerte (Death Valley), una comarca infernal con altas temperaturas y un reseco desierto. Cierta noche acamparon y prendieron una fogata para cocinar. Pronto notaron que las llamas tomaban una extraña coloración verde.

El hombre, que era ducho en el arte de analizar los minerales, se dio cuenta de que aquello significaba que había boro en el lugar, ya que este elemento químico quema, precisamente, dando una llama verde.

Capas de borato

A la mañana examinaron las piedras y encontraron que se trataba de capas cristalinas de boratos que aparecían estratificadas por doquier. “­Somos ricos, Rosa, somos ricos!”, gritaba como un obseso el pobre Aarón, y no se equivocó, ya que vendió los derechos de su descubrimiento en un montón de dinero.

El Valle de la Muerte se transformó en pocos años en el principal yacimiento de boratos del mundo. Se cuenta que fue el indígena Diego Huallpa quien un día de 1545, pastoreando sus llamas, perdió algunas de ellas y luego de mucho buscarlas, tuvo que procurarse refugio en la ladera de un cerro.

Encendió fuego para calentarse y a la mañana había un hilo brillante que salía de entre medio de las cenizas. Su patrón cayó en la cuenta de que aquello era plata y el lugar, Potosí, pronto se convertiría en un hervidero de cientos de miles de indígenas y españoles, horadando la montaña en todas direcciones.

Se había descubierto el yacimiento de plata más grande del mundo, que transformaría el lugar en fuente de increíble riqueza y en una ciudad con el título de Villa Imperial. El cerro pasó a llamarse Cerro Rico y pronto los españoles cayeron en la cuenta de que tenía la forma de un pecho de mujer, o sea de una teta, y que había otros cerros con forma de teta donde se habían mencionado hallazgos de minerales.

Ahí está la veta

Pronto cundió la frase que habría de llevar a numerosos descubrimientos: “­Cerro con forma de teta, ahí está la veta!”. Con el correr del tiempo, el oro del Perú y la plata del Alto Perú (Bolivia) habrían de dar a España el máximo poderío de la época: el imperio de un rey en donde “nunca se ponía el sol” y hasta el esplendor literario del hoy llamado Siglo de las Luces.

Muchas de esas fortunas comenzaron con el hallazgo fortuito o bien con el esfuerzo aislado de los cateadores, buscadores, soñadores y aventureros, todos ellos románticos mineros antiguos que en el pasado encontraron la rica veta.

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